
Buscábamos a una persona que no conocemos. Ella le sigue la pista a través de una red social virtual, sólo se conocen por internet. Aprovechando el viaje parece que podrían verse. Se supone que va a pinchar música en un bar. Mira, parece que es ahí, resulta que si existía. Al cruzar la puerta un grupo de seis u ocho mujeres, bastante más jóvenes, nos miran con cara de que nos hemos equivocado de sitio. Vale que el bar es cutre, muy cutre incluso, pero tampoco es para tanto. Aventuramos que son lesbianas y que es un bar gay, por eso nos veían fuera de lugar. Cualquiera sabe. Un local pintado de violeta, alargado y con columnas en medio, con unas bombillas verdes colgando del techo, con fotos en blanco y negro colgadas por las paredes; fotos bonitas enmarcadas con un vidrio, pero, demasiado pequeñas, se perden en la inmensidad de las paredes. La persona desconocida que íbamos a buscar no ha podido venir, un accidente de coche que, aunque leve, le tiene con el cuello dolorido y le ha impedido venir la bar, ¿al trabajo? Dado el tamaño y la cutrería del local no creo que le paguen por lo que quiera que haga allí. Mientras bebemos, un poco más deprisa de la cuenta, unas heineken directamente de la botella me imagino conversando con el grupo de imaginadas lesbianas que están al otro lado de la barra, bebiendo bastante, dejándome arrastrar por conversaciones con desconocidos como si me fuera la vida en ello. Acabando en un piso destartalado y extraño para amanecer con otros intereses, allegado a personas que hoy no conozco y dedicado a sutiles cultivos del espíritu que no me imagino aún. No se porqué la noche madrileña me sugiere una facilidad de cambio de vida que no creo que sea real, pero que se asoma tentadora en los garitos raros a partir de la tercera cerveza.
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