Aún existe la ruina del Café de la mar, y me ha recordado este texto que escribí hace ya cinco años:
En un lugar dela playa, en una de las escasísimas zonas en las que no se ha construido una urbanización y aún se puede acceder desde la carretera a la playa hay un garito que ha estado funcionando durante dos décadas hasta que este año (2003) parece que ha cerrado definitivamente.
El bar ocupa lo que fue la casa e un pescador. Todavía hay quien recuerda al tío Pep, creo que se llamaba, el pescador que se la vendió a un joven que lo transformó en un bar, en un café. La edificación es lo de menos, de hecho sólo contenía los servicios y el almacén. El lugar era básicamente un jardín con césped bien cuidado, caminos de grava fina, palmeras ya muy grandes y unas farolas de luz indirecta que hace quince años resultaban muy originales.
Durante años hemos pasado allí las noches de agosto, escuchando buena música y dedicados a la vida social light propia del veraneo. En los últimos años la cantidad de parroquianos fue disminuyendo, al final sólo abría los fines de semana. Luego una denuncia de los vecinos de las urbanizaciones próximas obligó a poner la música a un volumen ridículamente escaso que, probablemente, acabó de rematar la existencia del lugar como bar nocturno.
Sorprendentemente, el sábado por la noche el descampado que hacía de aparcamiento del bar comenzó a llenarse de coches como en sus momentos de máximo esplendor. Hacia la una y media de la madrugada estaba prácticamente lleno. Pero los ocupantes de esos coches no resultaron ser clientes de un local con licencia de apertura y que paga sus impuestos sino autores del botellón más infame.
Algunos grupos de ocho o diez personas se perdían por la playa con sus bolsas del hipermercado correspondiente llenas de copas a granel y puede que de otros placeres para mí desconocidos. Otros grupos, de veinte o veinticinco personas fueron tomando el paseo marítimo, al pié mismo de las urbanizaciones. Al cabo de una hora, más o menos borrachos, cantaban y rompían botellas contra el suelo. Pero la inmensa mayoría se quedó alrededor de los coches, iluminados por las luces de emergencia, por unos extraños neones y flases, con las puestas abiertas de las que emergía un caótico sonido de ritmo machacón que, probablemente, era música bacalao embarullada la de unos coches con la de otros.
La situación me resultó sorprendente. Parece como si ese lugar estuviera marcado por el destino para el entretenimiento nocturno de la juventud, y que ese destino fuera capaz de abrirse paso a través de cualquier circunstancia. A la hora de comparar como era esa diversión el sábado y como era un sábado de hace dos años, me quedo con mucho con la del pasado. En parte por edad y situación personal: ese era uno de mis bares favoritos. En parte por puro espíritu estético romántico: me parece mucho más elegante pelar la pava sentado en sillas de lona sobre el césped oyendo buena música que hacerlo en un arenal medio aparcamiento medio descampado, entre coches y bebiendo en vasos de plástico.
También me quedé pensando en los honrados propietarios de los apartamentos de la zona. Al dueño el bar le demandaron por la música del local y ganaron. ¿A quien se le demanda ahora? Sin duda el ruido de los cantores, de las botellas rotas y de los coches era más desagradable, y probablemente hasta más sonoro que el del demandado, pero este no tiene un responsable concreto. El botellón tampoco tiene una hora de cierre reglamentada, ni servicios (mucho menos limpios) ni contenedores de basura ni salidas de incendios...
Supongo que a no mucho tardar derribarán la casa del pescador, y ella, el jardín y el descampado que hacía de aparcamiento se convertirán en solar urbanizable, en el que flamantes edificios, en primera línea de playa, acogerán más honrados propietarios acabando con ese pequeño espacio de desorden de rompía la uniformidad de muchos kilómetros de playa.
En el fondo es la versión playera del Pom café, que fue sucedido por un banco, o la galería de arte de la esquina, a la que le ocurrió lo mismo. En la ciudad hace ya años que ese efecto de desaparición de locales con glamour dejando paso al progreso ha dejado de sorprender. Sorprender quizá no, pero a mi me sigue dando pena.
En un lugar dela playa, en una de las escasísimas zonas en las que no se ha construido una urbanización y aún se puede acceder desde la carretera a la playa hay un garito que ha estado funcionando durante dos décadas hasta que este año (2003) parece que ha cerrado definitivamente.
El bar ocupa lo que fue la casa e un pescador. Todavía hay quien recuerda al tío Pep, creo que se llamaba, el pescador que se la vendió a un joven que lo transformó en un bar, en un café. La edificación es lo de menos, de hecho sólo contenía los servicios y el almacén. El lugar era básicamente un jardín con césped bien cuidado, caminos de grava fina, palmeras ya muy grandes y unas farolas de luz indirecta que hace quince años resultaban muy originales.
Durante años hemos pasado allí las noches de agosto, escuchando buena música y dedicados a la vida social light propia del veraneo. En los últimos años la cantidad de parroquianos fue disminuyendo, al final sólo abría los fines de semana. Luego una denuncia de los vecinos de las urbanizaciones próximas obligó a poner la música a un volumen ridículamente escaso que, probablemente, acabó de rematar la existencia del lugar como bar nocturno.
Sorprendentemente, el sábado por la noche el descampado que hacía de aparcamiento del bar comenzó a llenarse de coches como en sus momentos de máximo esplendor. Hacia la una y media de la madrugada estaba prácticamente lleno. Pero los ocupantes de esos coches no resultaron ser clientes de un local con licencia de apertura y que paga sus impuestos sino autores del botellón más infame.
Algunos grupos de ocho o diez personas se perdían por la playa con sus bolsas del hipermercado correspondiente llenas de copas a granel y puede que de otros placeres para mí desconocidos. Otros grupos, de veinte o veinticinco personas fueron tomando el paseo marítimo, al pié mismo de las urbanizaciones. Al cabo de una hora, más o menos borrachos, cantaban y rompían botellas contra el suelo. Pero la inmensa mayoría se quedó alrededor de los coches, iluminados por las luces de emergencia, por unos extraños neones y flases, con las puestas abiertas de las que emergía un caótico sonido de ritmo machacón que, probablemente, era música bacalao embarullada la de unos coches con la de otros.
La situación me resultó sorprendente. Parece como si ese lugar estuviera marcado por el destino para el entretenimiento nocturno de la juventud, y que ese destino fuera capaz de abrirse paso a través de cualquier circunstancia. A la hora de comparar como era esa diversión el sábado y como era un sábado de hace dos años, me quedo con mucho con la del pasado. En parte por edad y situación personal: ese era uno de mis bares favoritos. En parte por puro espíritu estético romántico: me parece mucho más elegante pelar la pava sentado en sillas de lona sobre el césped oyendo buena música que hacerlo en un arenal medio aparcamiento medio descampado, entre coches y bebiendo en vasos de plástico.
También me quedé pensando en los honrados propietarios de los apartamentos de la zona. Al dueño el bar le demandaron por la música del local y ganaron. ¿A quien se le demanda ahora? Sin duda el ruido de los cantores, de las botellas rotas y de los coches era más desagradable, y probablemente hasta más sonoro que el del demandado, pero este no tiene un responsable concreto. El botellón tampoco tiene una hora de cierre reglamentada, ni servicios (mucho menos limpios) ni contenedores de basura ni salidas de incendios...
Supongo que a no mucho tardar derribarán la casa del pescador, y ella, el jardín y el descampado que hacía de aparcamiento se convertirán en solar urbanizable, en el que flamantes edificios, en primera línea de playa, acogerán más honrados propietarios acabando con ese pequeño espacio de desorden de rompía la uniformidad de muchos kilómetros de playa.
En el fondo es la versión playera del Pom café, que fue sucedido por un banco, o la galería de arte de la esquina, a la que le ocurrió lo mismo. En la ciudad hace ya años que ese efecto de desaparición de locales con glamour dejando paso al progreso ha dejado de sorprender. Sorprender quizá no, pero a mi me sigue dando pena.
Gola Blanca, El Perelló, Valencia, 11/08/2003 1:19
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